Antes
de marcharme de Polonia asistí a la ceremonia de inauguración de la escuela que
habíamos construido. Desde allí viajé a Maidanek, uno de los infames laboratorios
de muerte de Hitler. Algo me impulsó a ir a ver con mis propios ojos uno de
esos campos de concentración, tenía la impresión de que verlo me serviría para
entenderlo.
Ya
conocía de oídas ese lugar. Allí fue donde mi amiga polaca perdió a su marido y
a doce de sus trece hijos. Sí, sabía muy bien lo que era.
Pero
verlo personalmente fue diferente.
Las
puertas de entrada a ese enorme recinto estaban derribadas, pero aún quedaban
escalofriantes restos de su ominoso pasado donde murieron más de 300.000
personas. Vi las alambradas de púa, las torres de vigilancia y las muchas
hileras de barracas donde hombres, mujeres y niños pasaron sus últimos días y
horas. También había varios vagones de ferrocarril. Me asomé a mirar; la visión
era horrorosa. Algunos estaban llenos de cabellos de mujer, que habrían sido
enviados a Alemania para convertirlos en ropa de invierno. En otros había
gafas, joyas, anillos de boda y esas chucherías que la gente lleva por motivos
sentimentales. En el último vagón que miré había ropas de niño, zapatitos de bebé
y juguetes.
Bajé de
allí estremecida. ¿Puede ser tan cruel la vida?
El
hedor procedente de las cámaras de gas, el inequívoco olor de la muerte que
impregnaba el aire, me proporcionó la respuesta.
Pero
¿por qué?
¿Cómo
era posible eso?
Me
resultaba inconcebible. Caminé por el recinto, llena de incredulidad. Me
preguntaba:”¿Cómo es posible que los hombres y mujeres puedan hacerse esto
entre ellos?”. Llegué a las barracas. “¿Cómo estas personas, sobre todo las
madres e hijos, pudieron sobrevivir a las semanas y días anteriores a su muerte
segura?”. Dentro de las barracas ví camastros de madera, casi pegados unos con
otros en cinco hileras a lo largo de la barraca. En las paredes estaban
grabados nombres, iniciales y dibujos. ¿Qué instrumentos utilizaron para
hacerlos? ¿Piedras? ¿Las uñas? Los observé más detenidamente y noté que había
una imagen que se repetía una y otra vez.
Mariposas.
Había
dibujos de mariposas dondequiera que mirara. Algunos eran bastante toscos,
otros más detallados. Me era imposible imaginarme mariposas en lugares tan
horrorosos como Maidanek, Buchenwald o Dachau. Sin embargo, las barracas
estaban llenas de mariposas. “¿Por qué? ¿Por qué mariposas?.
Seguro
que debían de tener un significado especial, pero ¿cuál?. Durante los
veinticinco años siguientes me hice esa pregunta y me odié por no encontrar una
respuesta.
Salí de
allí impresionada por el horror de ese lugar. No entendía entonces que esa
visita era una preparación para el trabajo de mi vida. En esos momentos sólo me
interesaba comprender cómo es posible que los seres humanos puedan actuar tan
sanguinariamente contra otros seres humanos, sobre todo con niños inocentes.
Ya sabes que me encanta este libro y esta mujer.
ResponderEliminarRecuerdo que cuando lo estaba leyendo tenía que ir a hacerme curas diarias por una mala caída con la bici, la doctora me se ocupaba de mi brazo me vio el libro y estuvimos hablando un largo rato sobre la dra Kübler Ross y su importancia en la medicina.
Desde que lo leí he recomendado este libro muchas veces, y lo seguiré haciendo ;)
Abrazos caóticos!
Hola Patri:
ResponderEliminarAfortunadamente me encuentro entre la gente que has recomendado leer este libro. Y digo afortunadamente, porque de no ser así, difícilmente hubiera llegado a mis manos por iniciativa propia. Es extraordinario y de agradecer, que la propia Elisabeth, cuente su experiencia profesional y personal en este libro. Es de esos libros que ha medida que vas pasando páginas, te sabe mal que llegue el final.
Abrazos ordenados.