Es una verdad mundialmente reconocida que un hombre soltero, poseedor de
una gran fortuna, necesita una esposa.
Sin embargo, poco se sabe de los sentimientos u opiniones de un hombre de
tales condiciones cuando entra a formar parte de un vecindario. Esta verdad
está tan arraigada en las mentes de algunas de las familias que lo rodean, que
algunas le consideran de su legítima propiedad y otras de la de sus hijas.
––Mi querido señor Bennet ––le dijo un día su esposa––, ¿sabías que, por
fin, se ha alquilado Netherfield Park?
El señor Bennet respondió que no.
––Pues así es ––insistió ella––; la señora Long ha estado aquí hace un
momento y me lo ha contado todo.
El señor Bennet no hizo ademán de contestar.
––¿No quieres saber quién lo ha alquilado? ––se impacientó su esposa.
––Eres tú la que quieres contármelo, y yo no tengo inconveniente en oírlo.
Esta sugerencia le fue suficiente.
––Pues sabrás, querido, que la señora Long dice que Netherfield ha sido
alquilado por un joven muy rico del norte de Inglaterra; que vino el lunes en
un landó de cuatro caballos para ver el lugar; y que se quedó tan encantado con
él que inmediatamente llegó a un acuerdo con el señor Morris; que antes de San
Miguel vendrá a ocuparlo; y que algunos de sus criados estarán en la casa a
finales de la semana que viene.
––¿Cómo se llama?
––Bingley.
––¿Está casado o soltero?
––¡Oh!, soltero, querido, por supuesto. Un hombre soltero y de gran
fortuna; cuatro o cinco mil libras al año. ¡Qué buen partido para nuestras
hijas!
––¿Y qué? ¿En qué puede afectarles?
––Mi querido señor Bennet ––contestó su esposa––, ¿cómo puedes ser tan
ingenuo? Debes saber que estoy pensando en casarlo con una de ellas.
––¿Es ese el motivo que le ha traído?
––¡Motivo! Tonterías, ¿cómo puedes decir eso? Es muy posible que se enamore
de una de ellas, y por eso debes ir a visitarlo tan pronto como llegue.
––No veo la razón para ello. Puedes ir tú con las muchachas o mandarlas a
ellas solas, que tal vez sea mejor; como tú eres tan guapa como cualquiera de
ellas, a lo mejor el señor Bingley te prefiere a ti.
––Querido, me adulas. Es verdad que en un tiempo no estuve nada mal, pero
ahora no puedo pretender ser nada fuera de lo común. Cuando una mujer tiene
cinco hijas creciditas, debe dejar de pensar en su propia belleza.
––En tales casos, a la mayoría de las mujeres no les queda mucha belleza en
qué pensar.
––Bueno, querido, de verdad, tienes que ir a visitar al señor Bingley en
cuanto se instale en el vecindario.
––No te lo garantizo.
––Pero piensa en tus hijas. Date cuenta del partido que sería para una de
ellas. Sir Willam y lady Lucas están decididos a ir, y sólo con ese propósito.
Ya sabes que normalmente no visitan a los nuevos vecinos. De veras, debes ir,
porque para nosotras será imposible visitarlo si tú no lo haces.
––Eres demasiado comedida. Estoy seguro de que el señor Bingley se alegrará
mucho de veros; y tú le llevarás unas líneas de mi parte para asegurarle que
cuenta con mi más sincero consentimiento para que contraiga matrimonio con una
de ellas; aunque pondré alguna palabra en favor de mi pequeña Lizzy.
––Me niego a que hagas tal cosa. Lizzy no es en nada mejor que las otras,
no es ni la mitad de guapa que Jane, ni la mitad de alegre que Lydia. Pero tú
siempre la prefieres a ella.
––Ninguna de las tres es muy recomendable ––le respondió––. Son tan tontas
e ignorantes como las demás muchachas; pero Lizzy tiene algo más de agudeza que
sus hermanas.
––¡Señor Bennet! ¿Cómo puedes hablar así de tus hijas? Te encanta
disgustarme. No tienes compasión de mis pobres nervios.
––Te equivocas, querida. Les tengo mucho respeto a tus nervios. Son viejos
amigos míos. Hace por lo menos veinte años que te oigo mencionarlos con mucha
consideración.
––¡No sabes cuánto sufro!
––Pero te pondrás bien y vivirás para ver venir a este lugar a muchos
jóvenes de esos de cuatro mil libras al año.
––No serviría de nada si viniesen esos veinte jóvenes y no fueras a
visitarlos.
––Si depende de eso, querida, en cuanto estén aquí los veinte, los visitaré
a todos.
El señor Bennet era una mezcla tan rara entre ocurrente, sarcástico,
reservado y caprichoso, que la experiencia de veintitrés años no habían sido
suficientes para que su esposa entendiese su carácter. Sin embargo, el de ella
era menos difícil, era una mujer de poca inteligencia, más bien inculta y de
temperamento desigual. Su meta en la vida era casar a sus hijas; su consuelo,
las visitas y el cotilleo.
JANE AUSTEN, nació el 16 de diciembre de 1775, en Hampshire (GB)
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